17 Abril 2025
Evangelio
Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre y habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.

En el transcurso de la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, la idea de entregarlo, Jesús, consciente de que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas y sabiendo que había salido de Dios y a Dios volvía, se levantó de la mesa, se quitó el manto y tomando una toalla, se la ciñó; luego echó agua en una jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido.
Cuando llegó a Simón Pedro, éste le dijo: “Señor, ¿me vas a lavar tú a mí los pies?” Jesús le replicó: “Lo que estoy haciendo tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde”. Pedro le dijo: “Tú no me lavarás los pies jamás”. Jesús le contestó: “Si no te lavo, no tendrás parte conmigo”. Entonces le dijo Simón Pedro: “En ese caso, Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza”. Jesús le dijo: “El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. Y ustedes están limpios, aunque no todos”. Como sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: ‘No todos están limpios’.
Cuando acabó de lavarles los pies, se puso otra vez el manto, volvió a la mesa y les dijo: “¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros. Les he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con ustedes, también ustedes lo hagan”.
Reflexión
Felicia Johnson-O’Brien ’95
Program Director, Institute for Social Concerns
El Jueves Santo recordamos el mandato de lavar los pies a nuestros hermanos y hermanas. El pasaje del Evangelio de hoy es integral a mi camino de fe, tanto que hace años mi esposo y yo decidimos lavarnos los pies de cada uno durante nuestra misa de matrimonio, comprometiéndonos a una vida de servicio a cada uno y a los miembros de nuestra comunidad. Este principio de fe continúa sosteniéndonos y desafiándonos. En la víspera de su crucifixión, Jesús sabía que sus discípulos vacilarían y que algunos incluso lo traicionarían. Sin embargo, en ese mismo momento, decidió arrodillarse ante ellos y lavarles los pies. Este acto de dar de sí mismo al final de su vida demuestra la profundidad del amor incondicional de Jesús y su disposición a hacer cualquier cosa por nosotros. Él nos enseña que debemos hacer lo mismo. Este es nuestro llamado: amar y servir a los demás: a nuestros esposos, amigos, desconocidos, incluso a quienes podrían hacernos daño.
Al meditar sobre la Última Cena este año, la experiencia del discípulo resuena conmigo en una manera nueva. Me imagino la vergüenza y la confusión que sentiría si Jesús me pidiera lavarme los pies. Sin embargo, Jesús nos dice que es necesario. “Si no te lavo, no tendrás parte conmigo.” Para unirnos a Jesús, necesitamos ser purificados, sanados, y restaurados a Dios. Jesús quiere lavar mis pies; quiere ser parte conmigo.
Mis días son un torbellino de actividades y responsabilidades con la familia, el trabajo, y otros compromisos en mi comunidad. Me atraen un sinfín de cosas. ¿Con qué frecuencia me detengo, me quito los calcetines y los zapatos, y simplemente me siento con Jesús, dejo que me lave los pies con ternura, me quite el mal olor y disfrute de su compañía? Jesús nunca nos abandona. Quiere ser parte de nosotros. ¿Cómo podemos tomarnos un tiempo cada día para dejar que Dios entre en las partes íntimas y desagradables de nuestra vida? ¿En qué parte de mi vida necesito invitar a Jesús a estar conmigo, a restaurarme a la plenitud de su amor? Al igual que Pedro, me acerco a Jesús, “Señor, no sólo mis pies, sino también mis manos y mi cabeza.” Pero Jesús le responde a Pedro diciéndole que no es necesario. “Solo tus pies,” dice. Jesús confía en que podemos hacer nuestra parte si tan solo decimos que sí. Cuando nuestros pies sean lavados por el amor de Jesús, permaneceremos firmes en la tierra, arraigados en su amor. En nuestra restauración a Dios, encontramos la fuerza y el coraje para realizar la ardua y humilde tarea de lavar los pies de los demás.